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MITOS DEL BICENTENARIO

El 27 de septiembre, auténtico Día de la Independencia

Por Daniel Salinas Basave

Si el calendario de las fiestas patrias ha sido particularmente injusto con una fecha, esa es el 27 de septiembre de 1821, día de la Consumación de la Independencia de México o, dicho en otras palabras, el verdadero y auténtico Día de nuestra Independencia. Aparte de la bandera a toda asta y algún frío acto oficial, nadie en absoluto recuerda esta fecha totalmente opacada por la celebración del 15 y 16 de septiembre.

Pocas etapas de la historia tan mal comprendidas como la Independencia Nacional. Al abordar el tema del movimiento insurgente, valdría le pena preguntarnos primero si hablamos de un de un movimiento continuo de avance gradual que triunfó al cabo de once años y once días de lucha constante, como es la errónea creencia, o si más bien hablamos de varios movimientos, sin relación directa entre sí, cuya consumación no es una consecuencia de su inicio. La conformación del Ejército Trigarante al mando de Agustín de Iturbide y la Promulgación del Plan de Iguala que en pocos meses independizó al país, poco o nada tiene que ver con la arenga lanzada por Miguel Hidalgo en el poblado de Dolores la madrugada del 16 de septiembre de 1810.

La iniciación de la insurgencia en Guanajuato puede ser definida por una sola palabra: improvisación. Cada año, la noche del 15 de septiembre, el Presidente de la República, los 31 gobernadores y más de 2 mil alcaldes gritan desde sus balcones un “Viva México, Viva la Independencia”, sin reparar en lo que en verdad sucedió en esa fecha. La realidad es que la noche del 15 de septiembre de 1810, Miguel Hidalgo bebía chocolate y jugaba naipes con Ignacio Allende mientras Juan Aldama cabalgaba a toda velocidad por los caminos del Bajío para darle a conocer que la conspiración de Querétaro había sido descubierta. Ni la noche del 15 de septiembre, ni en los 10 meses y 15 días de vida que le restaron a partir de ese momento, concibió Hidalgo algún proyecto de nación independiente o siquiera algo parecido. La mañana del 16 de septiembre gritó “¡viva Fernando VII¡” y jamás en su vida pronunció un “viva México” o “viva la Independencia” y ni imaginó siquiera una bandera tricolor. Por cierto, si se celebra el 15 y no el 16 de septiembre, es por herencia de Porfirio Díaz, que quiso emparentar la gran fiesta nacional con su cumpleaños. No soy un detractor de Hidalgo pero su movimiento, además de caótico y acéfalo, fue terriblemente circunstancial. Imposible equiparar a Hidalgo con un Bolívar o un San Martín. Si queremos celebrar la Independencia de México con un mínimo de fidelidad histórica, deberíamos festejar el 27 de septiembre de 1821, fecha en que el Ejército Trigarante acaudillado por Agustín de Iturbide y Vicente Guerrero y llevando como estandarte una bandera tricolor, entró a la Ciudad de México para iniciar con el primer gobierno criollo, independiente ahora sí de la Península Ibérica.

Ya que a la historia oficial le molesta el supuesto oportunismo trepador y las ambiciones imperiales de Iturbide, a mi juicio el verdadero y auténtico libertador de México, entonces festejemos la promulgación del documento Sentimientos de la Nación el 6 de noviembre de 1813 o de la Constitución de Apatzingán en 1814 a cargo de José María Morelos, el primero de los insurgentes que concibió un proyecto de nación independiente que jamás tuvieron ni Hidalgo, ni Allende, ni Aldama. Pero a los mexicanos nos gusta la mitología; es uno de nuestros deportes nacionales y el santoral patrio impulsado durante años por los historiadores oficialistas, nos ha hecho caer en singulares interpretaciones de esa escaramuza tan surrealista que fue la rebelión insurgente.

Cuando Allende quiso envenenar a Hidalgo

Por Daniel Salinas Basave
danibasave@hotmail.com

La historia, el destino o vaya usted a saber qué caprichosa aleatoriedad los ha unido a lo largo de dos siglos. Durante diez años, sus cabezas cercenadas se hicieron compañía colgando de las esquinas de la Alhóndiga de Granaditas metidas en jaulas de hierro y cada 15 de Septiembre, el presidente en turno y los 31 gobernadores pronuncian sus nombres en medio la popular algarabía: ¡Viva, Hidalgo! ¡Viva Allende! Hasta la geografía del Bajío se ha encargado de mantenerlos cerca, pues Dolores Hidalgo y San Miguel de Allende, separados apenas por 40 kilómetros, son puntos obligados en los “joséalfredianos” caminos de Guanajuato que pasan por tanto pueblo. Ello por no hablar de los incontables municipios, ejidos, rancherías o escuelas públicas que llevan sus nombres.

Cierto, a Hidalgo su gloria le alcanzó para bautizar una entidad federativa, mientras que Allende apenas mereció municipios. En las estampitas escolares y en los monumentos al movimiento insurgente sus nombres suelen aparecer uno a lado del otro y la historia oficial los ha hecho trascender como el gran dúo dinámico de la iniciación de la independencia; Miguel Hidalgo y Costilla e Ignacio Allende Unzaga, el sacerdote y el militar que encendieron la mecha libertaria en la Nueva España, piezas complementarias e inseparables de un rompecabezas histórico.

Sus nombres yacen inscritos con letras de oro en el Congreso de la Unión y la versión oficialista nos obliga a pensar que en vida estos dos personajes fueron grandes amigos, hermanados por un anhelo común de libertad. Nada más alejado de la realidad. La historia de lo que pudo haber sido tiene páginas fascinantes e inverosímiles, pues la realidad es que faltó muy poco para que Ignacio Allende pasara a la historia como el asesino de Miguel Hidalgo. Sí, el Padre de la Patria hubiera podido prescindir de las tropas realistas de Félix María Calleja y de la traición de Ignacio Elizondo para convertirse en mártir, pues Ignacio Allende intentó muy seriamente hacer la tarea.

La verdad es difícil imaginar dos personalidades tan radicalmente contrastantes como Hidalgo y Allende. Ambos guanajuatenses, de origen criollo, con una diferencia de edad de 16 años y una visión contrastante de lo que el movimiento insurgente debía ser. Vaya, no se trata solamente de que uno haya abrazado la carrera eclesiástica y el otro la carrera de las armas, sino de una concepción opuesta de la lucha. La total improvisación y las prisas caracterizaron la iniciación de la Independencia el 16 de septiembre de 1810.

Con la conspiración de Querétaro descubierta, la idea de Hidalgo de “ir a coger gachupines” se tradujo en la conformación de una caótica masa de mineros, barreteros, labriegos y desocupados que armados de picos, palas, hoces y machetes fueron a “hacer la independencia”. Allende, todo un general del Regimiento de Dragones del Ejército Realista, soñaba con la conformación de una milicia formal, disciplinada, sujeta a códigos de guerra.

El problema fue que aquella turba enajenada, compuesta por marginados sociales, nada sabía de honor militar y pronto se entregaron al pillaje con la complacencia de Hidalgo, que en su calidad de generalísimo, tenía el mando. El 28 de septiembre, tras tomar la Alhóndiga de Granaditas, el tumulto insurgente se entregó al más atroz saqueo cometiendo todo tipo de crueldades y vejaciones contra los españoles de Guanajuato. Allende, desesperado, furioso e impotente, impuso la pena de muerte a todo aquel soldado que cometiera actos de pillaje e incluso, narra Lucas Alamán, con su sable mató a un ladrón que saqueaba una casa española. Hidalgo, defensor de los marginados, consideraba que la posibilidad de robar era lo que mantenía unida a la turba insurgente.

Tras la batalla del Cerro de las Cruces el 30 de octubre de 1810 y la inexplicable negativa a tomar la Ciudad de México, el ejército se dividió: Allende partió a Guanajuato e Hidalgo a Guadalajara. Fue entonces cuando Allende concibió por primera vez la idea de matar a Hidalgo, pues consideraba que no entendía razones y que con su obstinación llevaba el movimiento al fracaso seguro. Era el principio del fin. Félix María Calleja, el azote de los insurgentes, entró en escena y les propinó dolorosas derrotas en Aculco y Guanajuato. Allende e Hidalgo volvieron a estar juntos sólo para compartir la hecatombe de Puente Calderón el 17 de enero de 1811. Días después, en la Hacienda de Burras, Hidalgo fue despojado del mando de los restos del ejército insurgente y Allende se transformó en único general. Hidalgo quedó en calidad de prisionero de su propio ejército, sin poder de decisión, una figura decorativa mostrada sólo al entrar a los pueblos por el gran arrastre popular que seguía teniendo Allende, convencido de la necesidad de acabar con Hidalgo para salvar al movimiento, distribuyó en tres partes un mortal veneno: Una parte se la dio a su hijo Indalecio, otra la entregó al capitán Arias y el se quedó con una tercera.

La instrucción era envenenar a Hidalgo en la primera oportunidad. Por alguna razón, el sacerdote jamás cayó en la trampa. El 21 de marzo, Hidalgo y Allende yacían prisioneros del traidor Ignacio Elizondo. Durante el proceso en Chihuahua, Allende no dudó en inculpar a Hidalgo y ante sus jueces confesó sus intenciones de envenenarlo. Las actas no mienten. De nada le valió al militar, que el 26 de junio de 1811 fue fusilado por la espalda como traidor junto con Juan Aldama y Mariano Jiménez. Un mes y cuatro días después Hidalgo corría la misma suerte. Los dos próceres insurgentes, o mejor dicho sus cabezas, volvieron a encontrarse en las esquinas de la Alhóndiga donde permanecieron hasta 1821. La posteridad beatificó su odio uniéndolos en el forzado matrimonio de la historia oficial.


La Conquista la hicieron los indígenas; la Independencia la hicieron los españoles

Por Daniel Salinas Basave

El más rimbombante nacionalismo nos ha impuesto una versión ridículamente poética de la historia. Bajo esta visión oficialista, una nación llamada Anáhuac, poblada por sabias culturas de astrónomos, arquitectos y artesanos, es conquistada y esclavizada por el Imperio Español gracias a la superioridad técnica y militar de su ejército. Después de tres siglos de esclavitud y tiranía, esta nación logra liberarse del yugo español gracias a un heroico movimiento insurgente que acaba con el tirano. Muy bonita historia la oficial, como para envolverse en la bandera y derramar patrióticas lágrimas. Lástima que sea una historia falsa.

La realidad es que al llegar los españoles a costas mexicanas en 1517, no existía en este territorio algo parecido a una nación. Existían muchos pueblos que hablaban lenguas distintas, la mayoría sometidos al dominio del pueblo mexica. Por simple lógica matemática, una expedición de menos de 500 españoles con apenas 16 caballos no hubiera derrotado jamás a un imperio de decenas de miles de bravos guerreros. Con todo y los arcabuces, tan complicados de disparar, las pesadas armaduras y los caballos (que como hemos podido ver no eran tantos) la expedición de Hernán Cortés jamás hubiera tomado la Gran Tenochtitlán. ¿Cómo lo logró entonces? La culpa de todo la tienen los tlaxcaltecas, diría Elena Garro. Hernán Cortés supo aprovechar a su favor los pavores supersticiosos de Moctezuma y sacar partido del odio que a los mexicas profesaban sus pueblos sometidos. Por cada soldado español, hubo diez tlaxcaltecas en la caída de Tenochtitlán en 1521. ¿La conquista la hicieron los indígenas? En cierta forma. Sin tlaxcaltecas, Cortés y los suyos jamás habrían vencido a Cuauhtémoc.

Ahora bien ¿la Independencia la hicieron los españoles? Ciertamente no la hicieron los indígenas. Es verdad que hubo rebeliones étnicas durante el virreinato, siendo la del maya Jacinto Canek en Yucatán la más sonada, aunque ninguna pudo triunfar y ni siquiera hacer tambalear el gobierno peninsular. También es verdad que en sus inicios, la insurgencia tuvo carácter de revuelta popular y el “ejército” de Hidalgo estuvo compuesto por el escalafón más bajo de la pirámide social. Sin embargo, la realidad es que la Independencia de México fue en esencia un movimiento criollo. Imposible concebir las independencias latinoamericanas sin el factor de la invasión napoleónica a España y la decadencia borbona. Los factores geopolíticos de la península fueron la clave del movimiento en América.

Cuando se habla de una guerra de once años, como fue la Independencia de México, lo coherente es creer que los avances y los triunfos del bando ganador fueron graduales y progresivos. Si la Independencia se consumó en 1821, sería muy lógico pensar que para 1820 el bando insurgente tenía dominado casi todo el país y que los realistas estaban a punto de rendirse. Pero el nuestro fue un movimiento independentista sui generis y atípico. La realidad es que para 1820, el movimiento insurgente estaba casi totalmente sofocado y en el Virreinato de la Nueva España se vivían tiempos de paz. De aquellos grandes ejércitos de Morelos y Galeana que fueron capaces de poner en jaque al virrey, tan sólo sobrevivía una reducida guerrilla comandada por Vicente Guerrero aislada en las montañas del Sur, que no representaba peligro alguno para la estabilidad del virreinato, mientras que el futuro primer presidente del país, Guadalupe Victoria, yacía oculto en las profundidades de una cueva en Veracruz donde sobrevivió casi un lustro como un ermitaño. Si nos atenemos al aspecto puramente militar, debemos concluir que cuando la insurgencia fue más fuerte y tuvo reales posibilidades de derrocar al gobierno peninsular, fue en 1812 y 1813, cuando los ejércitos de José María Morelos, Hermenegildo Galeana y Mariano Matamoros, lograron controlar casi todo el Suroeste del país. Cuando Morelos es aprehendido y fusilado en 1815, el ejército virreinal había asestado una herida mortal a la insurgencia. El virrey Félix María Calleja del Rey había pacificado por completo al país. Salvo por esa fugaz y relampagueante expedición encabezada por el navarro Francisco Javier Mina en 1817, lo cierto es que de 1815 a 1820 los realistas no tuvieron mayores dolores de cabeza con los insurgentes, reducidos a aisladas guerras de guerrillas.

Con un virreinato casi limpio de focos de insurgencia ¿Cómo fue posible que en menos de diez meses se consumara la caída del gobierno español? Por la simple y sencilla razón de que al ambicioso y visionario jefe del Ejército Realista, Agustín de Iturbide, “se le ocurrió” proclamar la independencia mediante el Plan de Iguala. Los jefes realistas que habían combatido a sangre y fuego a los insurgentes, de pronto se dieron cuenta que para sus intereses, era mejor cortar de una vez por todas la cadena umbilical que los unía a la España del déspota Fernando VII, que había desconocido la Constitución de Cádiz. Iturbide, que había combatido con lujo de crueldad a las tropas de Morelos, de pronto se convertía en el defensor de la Independencia. Bustamante, Santa Anna, Filisola y otros jefes realistas se adherían al Plan de Iguala.

Más como un símbolo de legitimidad que como estrategia militar, Iturbide pacta con Vicente Guerrero, jefe del último reducto insurgente original. Aunque no hubo abrazo ni fue en Acatempan, la unión de Iturbide con Guerrero legitimó al Ejército Trigarante, compuesto en su mayoría por soldados realistas. La Independencia la consumaron los que originalmente la habían combatido. Guste o no a la historia oficial, Iturbide, el sanguinario cazador de insurgentes, es en los hechos el único libertador de México. Haciendo un poco de historia comparada, vale la pena señalar que Simón Bolívar, José de San Martín, Artigas, O´Higgins y los principales libertadores de América, también fueron burgueses nacidos en la aristocracia criolla y formados en el ejército español como defensores del Rey. Salvo el caso de Haití, donde una rebelión de esclavos rompió las cadenas francesas, la liberación de América fue concretada por la alta burguesía criolla y en la mayoría de los casos, los indígenas continuaron en las naciones independientes reducidos a las mismas condiciones de miseria y esclavitud disfrazada que padecían en la colonia.

¿Hubiera podido Vicente Guerrero consumar la independencia? ¿Se habría roto tan fácilmente el vínculo con España de no haber cambiado de bando Iturbide? ¿Un Fernando VII más tolerante, liberal y reformista habría podido conservar sus colonias otorgándoles mayor autonomía? La historia de lo que pudo haber sido y lo que estuvo a punto de ser, yace escrita en la imaginación.

El más héroe de los niños

Por Daniel Salinas Basave
danibasave@hotmail.com

Dentro del santoral de la mitología histórica mexicana, ningún capítulo tan atiborrado de simología como el de los Niños Héroes. Lo nuestro, ya lo sabemos, no es historiografía sino pastorela, pandemonio mitológico. No es, por cierto, falta de historiadores o testimonios lo que adolecemos, pues sabemos perfectamente lo que ocurrió en la invasión norteamericana de 1847. Sucede que lo nuestro es transformar cada desgracia nacional en poema épico, en declamación de asamblea.

El néctar de nuestros mitos yace en la falsa imagen de Juan Escutia arrojándose al vacío envuelto en el lábaro patrio. Ahí se resume nuestra rimbombante concepción de la historia. Un suicidio ritual, que ni siquiera ocurrió, es lo que exaltamos ante los niños como máximo símbolo de valores patrios.

Un adolescente, en la flor de la existencia, con todo el futuro por delante, prefiere quitarse la vida antes que ver mancillado un símbolo nacional. Eso es patriotismo según nuestro poema de asamblea.

Ojo, el pretendido y exaltado sacrificio de Juan Escutia no tiene ni siquiera un fin práctico. Con su muerte no logra rechazar al invasor o evitar que tomen el Castillo de Chapultepec. Vaya, ni siquiera les causa una baja o hiere algún soldado estadounidense. No; se trata de un simple símbolo: que el invasor no toque con su mano impura un trapo sagrado. El objeto elevado a divinidad. La tela tricolor transformada en piel de Dios. El Castillo de todas formas es tomado y a lo largo de cinco meses ondea en él la bandera de las barras y las estrellas. Estados Unidos nos invadió, nos pulverizó y nos mutiló el territorio. Pudo haberse quedado con el país entero y nadie le hubiera opuesto resistencia. En 1847, con un estado mexicano recién nacido, que un día amanecía federalista, se acostaba centralista y en la madrugada padecía delirios monárquicos, era difícil tener un sentimiento de identidad nacional.

De toda la guerra 1846-1848, la única batalla en donde las fuerzas mexicanas opusieron resistencia fue en la Angostura e igual acabaron por abandonar el campo. También vale la pena destacar al Batallón de San Patricio y la católica solidaridad de los soldados irlandeses, o la batalla de Molino del Rey o el martirio del Batallón de San Blas. En Chapultepec murieron cientos de combatientes, no únicamente seis muchachos. Juan Escutia, que ni siquiera era un cadete, fue uno de tantos muertos y cayó abatido por las balas, como todos los demás. Lo del suicidio ritual, está comprobado, fue una falacia, una construcción adecuada a posteriori.

Por supuesto, la historia oficial jamás habla de ese niño héroe llamado Miguel Miramón que fue herido en el Castillo de Chapultepec y sobrevivió, para convertirse en el presidente más joven del país y prestar grandes servicios a la patria desde su católica concepción. Miramón, tan héroe como Escutia, Melgar o Montes de Oca, está condenado a ser un traidor, pese a haberse jugado la vida en defensa de la patria.

Aún recuerdo mi salón de clases en la primaria. La estampa de los Niños Héroes era infaltable en el mes patrio y todos los niños mexicanos debimos aprendernos los nombres de seis cadetes. En la estampa se veían sus seis caras y en el centro aparecía la imagen de Escutia cayendo por el barranco envuelto en la bandera. Sí, sabemos que todo esto es ficción, realismo mágico patriotero adaptado para poema y sin embargo miles de funcionarios en todo México siguen repitiendo cada 13 de septiembre esta letanía y cada 15 de septiembre gritan “Viva México” y no “Viva Fernando VII” como grito Hidalgo la mañana del día 16 en Dolores. Una historia hecha de símbolos y no de realidades, un rosario de mitos que los políticos seguirán exaltando como el non plus ultra de los valores cívicos, mientras exhortan a la juventud a seguir los pasos de personajes que desconocen absolutamente.

FRANKENSTEIN FEDERALISTA

Por Daniel Salinas Basave

El federalismo, consagrado en la Constitución de 1824, entró como un zapato a la fuerza en los píes de esa recién nacida república llamada México cuando aún no aprendía a caminar sus primeros pasos como nación independiente. El primitivo federalismo decimonónico fue un mal invento, una burda copia forzada y malhecha del sistema norteamericano, que se intentó ajustar a la naciente patria mexicana como una prenda que simplemente no cabía en su cuerpo de tradición centralista.

No se trata de denostar al federalismo o de encabezar aquí una apología del centralismo que, dicho sea de paso, sigue imperando en el país, al menos en el terreno de los hechos. Se trata simplemente de colocarnos en el entorno geopolítico de 1824 y pensar si ese sistema era el que en ese momento más convenía a una nación que intentaba levantar el vuelo. Imaginemos por un momento el amanecer del 28 de septiembre de 1821. Un día antes, el Ejército Trigarante de Iturbide y Guerrero había entrado a la Ciudad de México y había cortado oficialmente el cordón umbilical que nos mantuvo unidos a la metrópoli española durante 300 años. En manos de Iturbide y sus generales estaba el más enorme país de todo el Continente, un territorio que abarcaba desde las montañas rocallosas de Colorado hasta las selvas hondureñas. Pensemos en las comunicaciones de esa época, en los sistemas de información y los medios de transporte. ¿Cuántos de los habitantes de esa inabarcable vastedad tuvieron una conciencia o sentimiento de unidad nacional? ¿Cuánta gente se enteró en el otoño de 1821 que nos habíamos independizado del Imperio Español? Si tomamos en cuenta la totalidad del territorio que abarcaba el virreinato de la Nueva España, podemos concluir que el movimiento insurgente redujo sus acciones e influencia a menos de una quinta parte del país. En Yucatán y en California posiblemente tardaron algún tiempo en enterarse que en el país regía un nuevo orden político y acaso no les haya importado demasiado.

Egocéntrico y narcisista, Agustín de Iturbide cedió a la tentación de convertirse en emperador de México, encabezando un efímero imperio de apenas diez meses de duración. Cierto, la de Iturbide fue una corona fúnebre desde el momento en que le fue colocada en la cabeza. El suyo fue un imperio que nació políticamente muerto, aunque en el terreno de las tradiciones, era más lógico y coherente pensar en una monarquía constitucional para el vulnerable México de aquel entonces, que inventar un Frankenstein federal. ¿Quién se encargó de confeccionar ese monstruo? Las logias masónicas yorkinas, que trataron de ajustar a nuestra realidad el sistema imperante en los Estados Unidos de América.

Hay que decir que, a diferencia de México, en los Estados Unidos de América el federalismo quedó como un traje confeccionado a la medida. En el Norte el federalismo se vivía en los hechos desde los tiempos coloniales. Aunque económica y fiscalmente dependientes del Imperio Británico, las trece colonias inglesas de Norteamérica vivían una parcial autonomía en lo social y en lo religioso. No imperaba un sistema único y cada una de ellas se desarrolló con una relativa autodeterminación. Sin haber sido consagrado en leyes, el federalismo se vivía ya en los Estados Unidos desde mucho antes de 1776. Para Washington y Jefferson, sólo fue preciso reflejar en la Constitución lo que en la práctica existía.

En cambio, nada más alejado de la vocación federalista que la férrea tradición central de los virreinatos españoles. El virreinato de la Nueva España obedecía a una única y todopoderosa figura que era el Rey de España, representado por su virrey y sus oidores e imperaba un único sistema de gobierno y organización social, sin que cupiera el mínimo asomo de autonomía regional o autodeterminación. ¿Cómo enseñar a un país a desarrollarse en un sistema de entidades federativas cuando por tres siglos obedeció y se acostumbró a un régimen centralista? El regiomontano Fray Servando Teresa de Mier, una de las mentes más lúcidas de la nueva nación, advirtió los peligros del federalismo y se pronunció por una república centralista. Nadie lo escuchó.

El 4 de octubre de 1824 se promulgó la primera Constitución Federal Mexicana, pero el Frankenstein federalista, tan celebrado por los liberales yorkinos, pronto tropezó. Antes de doce años, el gran imperio se había desmembrado en rebeliones secesionistas. Tal vez solo Valentín Gómez Farías, dentro de su breve interinato, dimensionó e intentó sin éxito, gobernar bajo un auténtico sistema federal que fuera más allá de caciquiles gobernadores secesionistas. El compulsivo intento centralista de 1837, con la Constitución de las Siete Leyes promulgadas a raíz de la separación de Texas, fue el peor remedio que derivó, entre otras catástrofes, en el intento separatista yucateco.

El Siglo XIX mexicano fue un mar en perpetuo caos. Sin una identidad nacional bien definida, rehenes de redundantes cuartelazos y asonadas, los primeros años de vida independiente costaron caros a ese país adolescente. Es difícil creer que un sistema de control político más férreo y una mayor estabilidad hubieran podido evitar la independencia texana, la separación de Centroamérica y la invasión de los Estados Unidos en 1847. Sin embargo, es evidente que el federalismo mexicano nació en parto prematuro y dos siglos después, aún no podemos vivirlo a plenitud.

Nuestro Obama insurgente

Por Daniel Salinas Basave

Si bien la afirmación común es que en este país no hay población afroamericana, la realidad es que 189 años antes de que Barack Obama fuese electo presidente de los Estados Unidos, México tuvo un mandatario mulato. El segundo presidente de la historia del país, quien tuvo un efímero y conflictivo periodo de gobierno de menos de nueve meses de duración, fue un descendiente de africanos. Su nombre: Vicente Guerrero.

Decir que la historia no ha hecho justicia a Guerrero podría parecer una afirmación desacertada. Después de todo, a diferencia de Iturbide, este caudillo ha entrado en caballo de hacienda al pandemonio de la historia oficial. Existe una entidad federativa que lleva su nombre, además de los cientos de calles, escuelas y monumentos que lo homenajean. Sí, el sistema beatificó a Guerrero y permitió su ingreso al santoral oficial. Se le considera, de hecho, el único y gran consumador de la Independencia, el bueno de la película, el hombre íntegro y leal del abrazo de Acatempan, por encima del corrupto y ambicioso Iturbide. Cierto, Guerrero ha sido beatificado por los libros de texto, pero da la impresión que su figura se ha quedado petrificada en el bronce de las estatuas o en el oro de las letras que inscribieron su nombre en el Congreso. Nos hemos conformado con pronunciar una y otra vez la más célebre de sus frases, “La Patria es primero”, sin duda una de las más bellas y contundentes del refranero nacional, aunque a la fecha pocos se han detenido a responder la pregunta obvia y fundamental: ¿Quién era este hombre?

Para bien o para mal, casi nadie se ocupa de de dimensionar la obra de Guerrero y su trascendencia histórica, lo que no es poca cosa, tomando en cuenta que la del mulato fue una carrera de más de dos décadas de lucha constante e incansable. Tan sencillo como que la mitad de su vida estuvo consagrada al combate y la resistencia en condiciones en extremo desventajosas. Vicente hizo verdadero honor a su apellido, pues fue un auténtico guerrero, o más acertado sería decir guerrillero, sin que el calificativo sea peyorativo o le reste méritos. El segundo presidente de México fue el padre las guerras de guerrillas en este país. Los suyos nunca fueron ejércitos multitudinarios, como el de Morelos y Galeana, sino gavillas integradas por unos cuantos combatientes que utilizaban el elemento sorpresa y su conocimiento de la sierra para sorprender al enemigo. Guerrero combatió 20 años en las montañas del estado que hoy lleva su nombre, en los mismos agrestes terrenos donde más de siglo y medio después combatirían Genaro Vásquez Rojas, Lucio Cabañas y más tarde surgiría el EPR.

Tal vez la suya no fue la más vistosa de las tropas, pero lo cierto es que fue efectiva y se transformó en un dolor de cabeza para el virreinato, pues jamás pudieron derrotarlo. Para dar una idea de la magnitud de la resistencia de este hombre, tal vez proceda una odiosa comparación: la carrera insurgente de Hidalgo y Allende duró apenas seis meses, mientras que Vicente Guerrero fue el único de los paladines de la Independencia que luchó sin parar los once años, de 1810 a 1821 y aún después de consumado el movimiento, volvió a sus amadas sierras a combatir.

Vicente Guerrero nació el 10 de agosto de 1782 en la población de Tixtla. La suya era una familia de arrieros, labor que desempeñó en su adolescencia, lo que le permitió conocer a la perfección las sierras en donde después combatiría. Su padrino en el movimiento insurgente fue Hermenegildo Galeana, quien lo reclutó en 1810 para la causa de Morelos. Muertos Morelos, Galeana y Matamoros, Guerrero se convirtió en el heredero del movimiento, en el encargado de mantener viva la flama insurgente resistiendo contra corriente cuando todo parecía perdido. Iturbide no pudo derrotarlo y al final optó por pactar con él. De ese pacto, supuestamente sellado con el abrazo de Acatempán, nació el Plan de Iguala y con ello se consumó la Independencia de México.

Indomable por naturaleza, Guerrero volvió a tomar las armas para desconocer al Imperio de Iturbide. En una de las reyertas de esa rebelión, una bala le atravesó el pulmón y aunque lo dieron por muerto, logró sobrevivir, si bien la herida lo hizo vomitar sangre por el resto de su vida. Tras un fugaz retiro durante la Presidencia de Guadalupe Victoria, volvió a las armas, en su calidad de Gran Maestre de la Logia Yorkina para ayudar a sofocar la rebelión orquestada por el vicepresidente Nicolás Bravo, Maestre del Rito Escocés. Fueron precisamente los masones yorkinos quienes propusieron a Vicente Guerrero como candidato presidencial en 1828. Fundador del Rito de York en México y de la Legión del Águila Negra, Guerrero también tiene el dudoso honor de haber encabezado la primera elección presidencial polémica y fraudulenta de la historia, casi 200 años antes del “voto por voto” de López Obrador y la caída del sistema de Bartlett. El triunfo originalmente había correspondido al candidato Manuel Gómez Pedraza, pero el Motín de la Acordada, encabezado por los yorkinos, dio el triunfo a Guerrero. Con la sombra de la ilegitimidad a cuestas y en medio de turbulencias políticas, Guerrero gobernó como pudo y su efímero periodo presidencial pasó la historia por diversas acciones.

Durante su periodo fue derrotada en Tampico la expedición de reconquista española encabezada por Isidro Barradas. También materializó en decreto constitucional la abolición de la esclavitud, redactada 20 años antes por Miguel Hidalgo. Así las cosas, 30 años antes de Abraham Lincoln, el presidente mulato de México inscribía en Ley Suprema la prohibición de tener esclavos dentro del territorio nacional. También materializó el polémico decreto de expulsión de los españoles de México. En diciembre de 1829 una sublevación encabezada por Anastasio Bustamante le arrebató el poder y el Congreso lo declaró imposibilitado para gobernar. Una vez más Guerrero se refugió en sus montañas y tampoco esta vez pudieron derrotarlo, al menos no limpiamente. Para acabar con la vida de este caudillo indomable fue preciso recurrir a la traición. El corsario italiano Francesco Picaluga, fue pagado por Bustamante para capturarlo y con engaños y promesas de alianzas logró llevarlo a bordo de su barco para entregarlo a las autoridades. Guerrero fue fusilado el 14 de febrero de 1831. Lleno de errores, como todos los hombres (y no héroes) que construyeron el naciente país, Guerrero fue ante todo un ejemplo de resistencia, coraje y corazón.

Las otras heroínas insurgentes

Por Daniel Salinas Basave

A ver, hagamos una prueba. Pensemos en una heroína de la guerra de Independencia. ¿Quién es la primera que nos viene a la mente? Hasta la pregunta es necia. La respuesta obvia es Josefa Ortiz de Domínguez. Parece que si de mujeres insurgentes se trata, la Corregidora es quien tiene la patente y el monopolio de la participación femenina en el movimiento de liberación. En el cuadro de honor de la historia oficial, doña Josefa es la única mujer que ha logrado colorase a un lado de Hidalgo, Allende, Morelos y Guerrero, casi en un mismo nivel de importancia. Es también la única mujer cuyo nombre es gritado por presidentes, gobernadores y alcaldes la noche del 15 de septiembre y la que suele ser infaltable en las estampitas escolares. Tal parece que con ella la historia oficial completó su cuota de género para demostrarle al mundo que la Independencia no fue un movimiento machista.

Si el reto fuera mencionar una heroína insurgente que no sea la Corregidora queretana, ahí la cosa se pone un poco más complicada, aunque la apuesta es que algunos mencionarían a Leona Vicario, esposa de Andrés Quintana Roo, que en un lejano segundo lugar, comparte con doña Josefa los laureles femeninos de la lucha insurgente. Por supuesto, no faltará quien por morbo o glamour mencione a la célebre María Ignacia “La Güera” Rodríguez, quien si bien no tiene el calificativo de abnegada prócer de la Patria, sí logró inmortalizarse como unos de los personajes más fascinantes de la época. Después de todo, no cualquiera puede presumir incluir en su currículum amoroso a dos libertadores de América como Simón Bolívar y Agustín de Iturbide y haber sido considerada por Alejandro Von Humbolt como las más hermosa mujer que vio en sus viajes alrededor del planeta. El problema es que fuera de este respetable trío de señoras, la historia oficial se ha olvidado de dar su lugar a los cientos de mujeres cuya participación en la lucha insurgente fue mucho más allá de un papel secundario o de apoyo satelital a la causa. No se trata de restar méritos a la Corregidora de Querétaro, cuyo oportuno mensaje bajo la puerta de la habitación donde estaba encerrada, salvó a Hidalgo y Allende de ser aprehendidos y precipitó el inicio de la lucha insurgente. Vaya, sin doña Josefa simplemente no hubiera habido Grito de Dolores. Sin embargo, justo es señalar que la Corregidora jamás se involucró directamente en la lucha armada ni arriesgo su vida. Cierto, sufrió el encierro en un convento, condenada como consecuencia de sus actividades subversivas, pero jamás conoció el fragor de la batalla. Su muerte se produjo años después de consumado el movimiento, en 1829, a los 61 años de edad, en la comodidad de su lecho.

Otras mujeres insurgentes, en cambio, no fueron tan afortunadas de poder aspirar a una muerte natural en sus hogares rodeadas de sus familias, sino que perecieron en el paredón de fusilamiento. Si bien doña Josefa se llevó los laureles del género femenino en la Independencia, hubo muchas, muchísimas mujeres que tuvieron una abnegada y activa participación en esa guerra de la que se convirtieron en mártires sin alcanzar la gloria póstuma, pues son pocos quienes las recuerdan. Tal vez uno de los casos más significativos es el de la michoacana Gertrudis Bocanegra, venerada en su natal Pátzcuaro, pero marginada del gran retrato oficial. Gertrudis Bocanegra fue una activa militante que se involucró directamente como combatiente en los campos de batalla en donde perdió a su marido y a su hijo mayor, lo cual no la apartó de la lucha. En 1818 fue capturada por los realistas y fusilada en la plaza central de Pátzcuaro. Otro caso emblemático es el de la guanajuatense Tomasa Estévez. Nacida en Salamanca en 1788, esta mujer fue una fiera combatiente que fue capturada y fusilada en 1814 por el futuro libertador de México, Agustín de Iturbide. La cabeza de esta mujer de 26 años de edad fue expuesta por los realistas en las calles de Guanajuato. Antonia Nava, una mujer guerrerense nacida en 1780, fue combatiente en el ejército del Sur de José María Morelos. Cuando su esposo Nicolás Catalán perdió la vida en combate, Antonia Nava se presentó ante Morelos, no para llorar, sino para entregar a sus tres hijos como soldados insurgentes. Rita Pérez de Moreno, natural de San Juan de los Lagos, fue un ejemplo de coraje y resistencia combatiendo codo a codo junto a su marido Pedro Moreno en la defensa del Fuerte del Sombrero que finalmente cayó en manos realistas en octubre de 1817.

La lista de mujeres insurgentes es inmensa y sin duda hay cientos de ellas cuyos nombres jamás conoceremos. Más allá de las estampas épicas y el romanticismo de las batallas, la guerra de Independencia fue una vorágine que arrastró a decenas de miles de mexicanos en una espiral de caos e incertidumbre. Familias enteras se vieron involucradas en el movimiento, algunas por auténtica convicción revolucionaria, pero la gran mayoría, sin duda, por no tener alternativa, forzadas por las circunstancias. En ese proceso se vieron involucradas muchas mujeres; esposas de soldados, madres de familia, soldaderas y en algunos casos, los menos, auténticas generalas. De ellas tan sólo nos quedan algunos nombres y la historia oficial se ha encargado de santificar apenas a un par de ellas.

Escoceses contra yorkinos

Por Daniel Salinas Basave

La escuadra y el compás aún generan pavores entre la conserva radical y siguen alimentando teorías de conspiraciones oscurantistas. Crecí escuchando versiones muy católicas de la historia de México, visiones propias de sinarquistas en donde había complots masónicos atrás de cada movimiento libertador, legiones de infernales “comecuras” cuya consigna era destruir la tradición guadalupana e hispanista de nuestra noble patria. Según ellos, atrás de insurgentes, federalistas, liberales y juaristas, estaba siempre la negra y ambiciosa mano de un tío Sam masón y anticlerical, empeñado en pisotear nuestros valores. El tema es tierra fértil para la mitología y en honor a la verdad, cuesta trabajo poder abordarlo con total objetividad. Un católico sinarquista, nos dirá que los conspiradores masónicos movieron los hilos del Siglo XIX mexicano y echaron a perder al país, alejándolo de su madre española para acercarlo a la ambición traicionera de los Estados Unidos y su Doctrina Monroe. Un liberal progresista, en cambio, nos dirá que las logias masónicas fueron artífices de la modernización institucional de la República, iluminando las católicas tinieblas españolas con el espíritu racional y libertario de la Ilustración. Con kilos de superchería y fanatismo de por medio, algo de verdad hay en estas dos interpretaciones de la historia. Si bien no me creo al píe de la letra los cuentos de siniestros planes yorkinos orquestados en los jacobinos sótanos de la Casa Blanca, hay un hecho que es innegable: Las logias masónicas jugaron un rol fundamental en la formación del embrión republicano en 1824. Imposible entender los primeros años de México como nación independiente sin tomar en cuenta la influencia de los masones.

Por obvias razones de espacio, no es el papel de esta columna bucear en los orígenes históricos de la masonería en el mundo. Habrá quien se remonte a los escribas egipcios, aunque la idea común es atribuir la paternidad a los gremios constructores de catedrales góticas en la Europa del Siglo XIV. Hay toneladas de literatura sobre el tema. Aquí la idea es tratar de abordar con elementales dosis de imparcialidad, la influencia de los ritos escocés y yorkino en el recién independizado México.

Confieso una creciente obsesión por profundizar en el estudio de las primeras dos décadas de vida de la República. En los años inmediatamente posteriores a 1821 se construyeron los cimientos políticos de la Nación Mexicana y fue precisamente en ese periodo cuando la masonería consolidó su influencia. Acaso no sea exagerado ni rimbombante afirmar que los devotos del Gran Arquitecto del Universo, trazaron el plano arquitectónico de nuestro sistema político. Aunque hay lugar a dudas, diversas fuentes están de acuerdo en que la masonería llegó a la Nueva España a finales del Siglo XVIII de la mano de los practicantes del Rito Escocés. Discípulos ideológicos de Jeremy Benthan y el español Gaspar Melchor de Jovellanos, los escoceses importaron la ilustración francesa a la Nueva España y en sus bibliotecas estuvieron los libros prohibidos de Voltaire, Rousseau y Diderot. Defensores de monarquías constitucionales, los escoceses fueron padrinos de las Cortes de Cádiz en España y mentores ideológicos de los primeros movimientos independentistas en América. Imposible concebir la independencia en los virreinatos de Sudamérica sin la decisiva influencia de la Logia Lautaro, a la que pertenecieron Francisco de Miranda, José de San Martín, Bernardo O´ Higgins y el mismo Simón Bolívar. Tan importantes como los caminos del Bajío fueron las calles de Londres en la geografía de la Independencia de México, pues fue en Gran Bretaña donde la masonería escocesa “cocinó” ideológicamente los movimientos de liberación de las colonias españolas en América.

El primer gran cisma masónico de la historia mexicana se da a raíz de la promulgación de la Constitución de 1824. Nicolás Bravo, primer vicepresidente de la historia del país, era el gran maestre de la Logia Escocesa en México, culto hasta entonces dominante. En ese fundamental año de 1824 en que nació la Constitución Federal y Guadalupe Victoria juró como primer presidente del País, llegó a México un personaje que tendría una influencia decisiva en el frágil equilibrio político de la naciente república: Joel R. Poinsett, ministro plenipotenciario de los Estados Unidos, o para efectos prácticos el primer embajador estadounidense en México, maestre de la Gran Logia de Filadelfia e importador del Rito del York al país. La masonería yorkina atrajo a los sectores más radicales de la insurgencia. Antimonárquicos, americanistas y federalistas por vocación, los simpatizantes de York impulsaron la creación del Rito Nacional Mexicano o Sociedad del Águila Negra. Esta logia de corte ultranacionalista y antiespañola, pronto chocó con los escoceses. El conflicto estalló en 1827 cuando los escoceses, al mando del vicepresidente Nicolás Bravo, promulgaron el Plan de Montaño, en el que en afán de contener el avance yorkino, exigían la expulsión de Poinsett del país y la abolición de toda clase de reuniones secretas. Nicolás Bravo es derrotado y exiliado a Guayaquil, lo que significó un golpe severo al Rito Escocés. El triunfante Rito de York, radicalizó sus políticas anti hispanas y en afán de asestar un golpe mortal al Rito Escocés y extirpar del país cualquier intento monárquico o centralista, impulsaron el polémico y perjudicial decreto de expulsión de los españoles de México. También apoyaron la candidatura de Vicente Guerrero a la Presidencia de la República. Para entonces, la guerra entre yorkinos y escoceses se había recrudecido al máximo y lo que al principio fueron simples diferencias ideológicas, acabaría en un irreconciliable enfrentamiento que hizo mucho daño al naciente país. Las crónicas de la época hablan de complicadas redes de espionaje entre logias, guerra sucia, delaciones, asesinatos y toda clase de descalificaciones que rayaban en lo grotesco. Aunque los escoceses lograron concretar el derrocamiento y muerte de Vicente Guerrero, al final de cuentas el Rito Yorkino prevaleció y logró imponerse, convirtiéndose en padres de las Leyes de Reforma y la Constitución de 1857, al cabo de tres décadas de cuartelazos, invasiones extranjeras, caos e incertidumbre. A la recién nacida República le costó mucho trabajo aprender a caminar y sus caídas cobraron altas facturas que a la fecha seguimos pagando. A la distancia, recordamos la primera mitad del Siglo XIX como la perpetua lucha entre federalistas y centralistas, liberales y conservadores, pero poco se habla ya de los días en que dos ritos masónicos enfrentados a muerte, disputaron con uñas y dientes el control sobre el embrión de un país que no acababa de nacer.

Cuando Baja California se enteró de la Independencia

Por Daniel Salinas Basave

Nadie pone en duda que Miguel Hidalgo gritó muy fuerte la mañana del 16 de septiembre de 1810. Tan contundente fue su mítico y tergiversado grito, que 199 años después sigue haciendo eco en todas las plazas públicas de México en medio de un ambiente de fiesta y jolgorio popular. Sin embargo, las cuerdas vocales del cura Hidalgo no resultaron ser tan potentes como para hacerse escuchar en los confines del Virreinato de la Nueva España, acá en las lejanísimas Californias, donde al menos durante 1810, ni siquiera se enteraron de la existencia de un movimiento libertador. Mientras los “joséalfredianos” caminos de Guanajuato se teñían de sangre y “el Pípila” prendía fuego a la puerta de la Alhóndiga de Granaditas , en este lejanísimo y despoblado rincón del reino vivíamos en calma chicha, ajenos al fervor libertario y al terror realista que infestaba los pueblos del Bajío. Aunque jurisdiccionalmente esta región también formaba parte de la Nueva España, el movimiento de Hidalgo y Allende fue tan lejano y ajeno como hoy podría ser la guerra civil en República Democrática del Congo. Cuestión de imaginar las telecomunicaciones de la época y lo abismales e infranqueables que resultaban esos 3 mil kilómetros que nos separan de la capital.

Si por una suerte de jugarreta humorística del eterno retorno a un cura visionario se le ocurre sublevarse contra el gobierno en 2010, sin duda tendremos cobertura en vivo y enlaces permanentes por internet. Vaya, en 2010 la Alhóndiga de Granaditas se hubiera convertido en un “reallity show”, un circo mediático interactivo como fue la Guerra de Irak. Pero hace dos siglos, los habitantes de las Californias aún gozaban de la calma para sentarse a contemplar bellos atardeceres en el Pacífico sin enterarse si a alguien se le había ocurrido proclamar la independencia de este virreinato. La historia oficial de libro de texto ignora olímpicamente las repercusiones de la Independencia en los confines del virreinato. Sin novedad en el frente, diría el parte de guerra, simplemente un aburrido “nada”, como anotó Luis XVI en su diario íntimo el 14 de julio de 1789.

Cierto, los insurgentes tuvieron plena conciencia de la importancia de la difusión mediática de su movimiento y por ello fundaron el primer periódico libertario, “El Despertador Americano”, nacido en Guadalajara en 1810. El problema es que al parecer su departamento de circulación tuvo algunos problemas para poder colocar ejemplares en la Baja California. Por fortuna, hay historiadores que se han dado a la labor de investigar de qué manera repercutió el movimiento en las Californias y agradezco muchísimo que mi buen amigo Patricio Bayardo Gómez me haya hecho llegar dos valiosos textos:” El movimiento de Independencia en la lejana Baja California” de David Piñera Ramírez y “Repercusiones de la Guerra de Independencia en Baja California”, de Jorge Martínez Zepeda, editados ambos por el Instituto de Cultura de Baja California. Obras oportunísimas y esclarecedoras que inscriben a la región dentro de la geopolítica insurgente.

Si bien la ruta de la Independencia estuvo lejos de pasar por Baja California, es mentira que no haya habido eco alguno por estos rumbos. Hubo sí, una historia de lo que pudo haber sido. Nos narra Piñera que estando en Guadalajara en diciembre de 1810, Hidalgo otorgó José María González Hermosillo la ardua y nada envidiable encomienda de extender la rebelión en el vasto noroeste del país. Obediente soldado, González Hermosillo fue reclutando gente en Tepic y Magdalena, hasta que en Rosario, Sinaloa le salieron al paso las fuerzas virreinales a quienes presentó batalla y derrotó. La fortuna lo abandonó en Santiago Piaxtla, cerca de Mazatlán, donde fue derrotado por el intendente Alejo García Conde, quien lo obligó a retroceder. ¿Habría cambiado la historia local de haber seguido su ruta González Hermosillo?

Lo cierto es que de acuerdo a Piñera, no todo fue calma e indiferencia en Baja California, pues cuando los misioneros de la región por fin se enteraron del movimiento insurgente, no faltó quien ofreciera lanzas a las autoridades “para defensa de la religión y la patria”. Interesantísima me parece la investigación de Piñera en torno a los piratas insurgentes, bergantines de corsarios ingleses y franceses que sembraron el terror en las costas del Pacífico. En el pasado número del Informador, hablábamos en este espacio de la influencia de escoceses y yorkinos en el recién nacido México, pero omitimos referirnos a las auténticas “logias flotantes”, de las que habla Piñera, corsarios masones encabezados por el inglés Peter Corney y el francés Hipólito Bouchard, que en nombre de la independencia llegaron a la Alta California en 1818 donde cometieron saqueos. Vaya, hasta el mítico Lord Cochrane, singular prócer de la independencia chilena, envío hasta costas bajacalifornianas la fragatas Independencia y el bergantín Araucano, tripulados por chilenos y británicos que sembraron el terror en San José del Cabo y Todos los Santos en 1822, todo porque supuestamente, Baja California se negaba a jurar la Independencia, lo que finalmente ocurrió, por cierto bajo presión. Jorge Martínez Zepeda se da a la tarea de bucear en archivos documentales para reflejar la forma en que las noticias de la insurgencia repercutieron en la vida californiana.

Entre otros interesantes hallazgos, Martínez Zepeda da con un parte de Francisco María de Ruiz, comandante del presidio de San Diego, quien daba noticia sobre la presencia de un extraño buque detrás de las Islas Coronado. Martínez Zepeda contradice las versiones en torno al retraso con que las noticias del centro llegaban a Baja California, pues descubrió en la correspondencia del gobernador de la Baja California José Argüello, que el 20 de noviembre de 1821 ya tenía noticia de las juras de Independencia y habla de la inicial oposición de los misioneros a jurar la separación de España. La comandancia de la Frontera de Baja California, ubicada en la misión de San Vicente del Ferrer, fue el escenario en el que el jefe militar José Manuel Ruíz encabezó el acto oficial de jura de Independencia el 16 de mayo de 1822, un día para la historia en la región. El espacio se acaba y hay tanto por narrar, que lo único que esta columna puede hacer es recomendar la lectura de las investigaciones de David Piñera Ramírez y Jorge Martínez Zepeda, pues al leerlos queda claro que en cuestión de insurgencia, hubo mucho más que un “sin novedad en el frente” en Baja California.

Pípilas, niños artilleros y esos 15 minutos de inmortalidad

Por Daniel Salinas Basave

Andy Warhol habló algún día de los 15 minutos de fama a los que todos podríamos aspirar, pero apostamos doble contra sencillo a que el gurú del pop art jamás conoció la historia del Pípila y el Niño Artillero, pues en lugar de hablar de 15 minutos de fama, habría tenido que referirse a 15 minutos que valieron la inmortalidad. Estas dos míticas e inciertas figuras, cuya existencia es puesta en duda por algunos historiadores serios, han quedado tatuadas en la memoria popular y son mucho más célebres que los ideólogos o caudillos culturales del movimiento. Para sostener lo dicho, hagamos una prueba: que levante la mano quien pueda mencionar al menos dos postulados de la Constitución de Apatzingán y el documento Sentimientos de la Nación. Parece que no hay muchas manos alzadas. Venga otra trivia: ¿quién fue el licenciado Francisco Primo de Verdad? Parece ser que este señor no es muy conocido. Bueno, vamos con una tercera pregunta: ¿podrían mencionar las diferencias sustanciales entre la obra de José María Luis Mora y la de Lucas Alamán? Todo indica que a este par de intelectuales no les sobran lectores hoy en día y más de tres décadas dedicadas a disertar en torno al movimiento insurgente y la conformación política de la nueva nación, no fueron suficientes para asegurar un sitio en la memoria colectiva.

Como podemos constatar, la dimensión política e ideológica del movimiento insurgente no es muy popular que digamos. Bien, hagamos ahora otra prueba: levanten la mano los que sepan quién fue El Pípila. Uff, hay muchas manos levantadas. Aún los desinteresados en la historia tienen una idea de quién fue este personaje. El Pípila fue un minero que se amarró una piedra a la espalda y quemó la puerta de la Alhóndiga de Granaditas, responderán. Eso sí, mejor no preguntemos cómo se llamaba El Pípila, pues casi nadie sabe, pero eso poco importa. Como Pípila lo conocemos y mal que bien, su imagen es infaltable en las estampitas infantiles y asambleas escolares. Aquí en Tijuana, al igual que en muchas ciudades mexicanas, existe una colonia que se llama El Pípila y quienes hemos tenido la fortuna de visitar Guanajuato, sin duda hemos sudado un poco escalando para llegar hasta el enorme monumento en honor al heroico barretero.

Tal vez no sea tan popular como El Pípila, pero sin duda habrá unas cuantas manos levantadas si preguntamos sobre el Niño Artillero. Fue un muchacho que disparó un cañón y logró rechazar a los españoles durante el Sitio de Cuautla, responderán. Al igual que el Pípila, el Niño Artillero tiene colonias y calles en diferentes ciudades mexicanas. Lo interesante del asunto, es que estos dos personajes aseguraron su inmortalidad en los libros de historia por brevísimas pero decisivas acciones en medio de grandes batallas. Unos cuantos minutos bastaron para asegurar su entrada al pandemonio de los grandes próceres nacionales. Tal vez sin esos mitificados instantes de gloria, sin duda modificados por la leyenda, Pípila y Niño Artillero hubieran formado parte de esa inmensa masa anónima devorada por la vorágine insurgente, pero la historia es caprichosa.

Ahora la pregunta que vale la pena hacernos es: ¿existe acaso constancia que certifique la real existencia de estos dos personajes? ¿Sabemos qué hicieron antes y después de sus 15 minutos de heroísmo? La existencia de El Pípila ha dado lugar a no pocos debates. Artemio del Valle Arizpe aborda el tema en su libro “Personajes y leyendas del México virreinal” (Panorama Editorial) en un interesante capítulo que deja una pregunta abierta al lector: ¿hubo pípilas? Citando a cronistas de la época como Lucas Alamán, Arizpe señala que durante la toma de la Alhóndiga de Granaditas, el 28 de septiembre de 1810, hubo combatientes que se amarraron losas a la espalda para poderse acercar a las puertas del granero y prenderles fuego. Alamán habla de varios soldados con piedras amarradas como escudos, no solo uno. Lo cierto es que pese a no haber abandonado nunca su condición legendaria y mítica, cierta corriente historiográfica se ha puesto de acuerdo en que El Pípila se llamó Juan José de los Reyes Martínez y tan no es una figura de leyenda, que hasta señalan la calle exacta donde nació: Terraplén, número 90, San Miguel El Grande, Guanajuato, fue el lugar donde Juan José de los Reyes Martínez vino al mundo el 3 de enero de 1782. Al igual que miles de guanajuatenses en la época virreinal, se dedicó a la minería y como cientos de mineros del Bajío, se unió al padre Miguel Hidalgo en 1810. Versiones más novelescas lo ubican incluso como compadre del Intendente Riaño, defensor y mártir de la Alhóndiga, algo muy poco probable por cierto. En el argot popular, pípila significa guajolote, aunque no se sabe si a Juan José lo apodaban así por cierta similitud física con estas aves, por tener el rostro picado de viruela o por imitar el graznido de los pavos.

Tampoco se sabe si fue una espontánea idea suya o si el cura Hidalgo personalmente lo comisionó para que quemara la puerta de la Alhóndiga, lo cual consiguió amarrándose una losa que le sirvió como escudo contra el nutrido fuego que los realistas escupían desde el techo del granero. Lo cierto es que el Pípila quemó la puerta, lo que permitió la entrada de los insurgentes a la Alhóndiga, desatando una de las más crueles masacres de españoles. Respecto al Niño Artillero también flota un aura de leyenda e irrealidad, aunque casi todos los historiadores están de acuerdo en que existió. Su nombre fue Narciso Mendoza y al momento de su hazaña, el 19 de febrero de 1812 en Cuautla, contaba con doce años de edad. Los realistas al mando de Félix María Calleja del Rey lograron batir una trinchera insurgente y cuando su tropa ya penetraba a Cuautla, fueron rechazados por tremendo cañonazo. Para sorpresa de propios y extraños, en la línea de fuego había únicamente un niño. Los historiadores han documentado la existencia de una tropa infantil que apoyaba al ejército del Sur al mando de José María Morelos. Este regimiento de infantes, era comandando por Juan Nepomuceno Almonte, el hijo ilegítimo de Morelos, quien muchos años después sería un acérrimo conservador, promotor del imperio de Maximiliano. ¿Realidad o leyenda? ¿Héroes providenciales o hijos del azar? Paradójicamente, ni uno de los dos fue mártir y ambos sobrevivieron muchos años a la guerra de Independencia, pues murieron por causas naturales ya en edad avanzada. Su recuerdo, es acaso un tributo a las decenas de miles de soldados desconocidos que no tuvieron 15 mágicos minutos para sellar su pasaporte a la inmortalidad.

AURORA Y OCASO DE UN COMEDIANTE

Por Daniel Salinas Basave

Caminando una mañana en las cercanías de Palacio Municipal, un hombre se me acercó y me dijo: “Escriba algo sobre Santa Anna”. Lo prometido es deuda. Este espacio se debe a sus poquísimos lectores, así que manos a la obra. Vendedor de la Patria es el estigma que Santa Anna llevará en la frente por los siglos de los siglos. En el infierno donde yacen los  malditos de la historia oficial, el jalapeño ocupa un lugar privilegiado entre los grandes traidores de la Nación. Pero la historia de lo que pudo haber sido dice que si en la Guerra de los Pasteles de 1838 en lugar de haber perdido una pierna hubiera perdido la vida, Santa Anna tendría ahora más de un monumento, un sin fin de calles y escuelas y acaso hasta letras de oro en el Congreso. A veces hay que morir a tiempo para aspirar a la inmortalidad. Algunas personas me han dicho que Los Mitos del Bicentenario es una apología de los “malos”, una reivindicación de los traidores y reaccionarios. Planteado desde el punto de vista oficialista puede que sea cierto.  Crecimos en escuelas donde nos repetían hasta la saciedad que Juárez es un ser inmaculado y perfecto, cercano a la deidad, mientras que Santa Anna y Miramón son pérfidos traidores rebosantes de maldad que no merecen consideración alguna. La intención de esta columna no es ser el abogado defensor de los grandes demonios nacionales, sino tratar de explicar que todos fueron hombres llenos de errores, ambiciones y sentimientos contradictorios,  inmersos en las turbulencias de una época y sus circunstancias. Vaya, al menos por intenciones y pactos, el calificativo de vende patria se le podría aplicar por igual a Benito Juárez  y sin embargo en este País es herejía dudar de la santidad del indio de Guelatao. En vida, Santa Anna fue considerado durante años un héroe y sin embargo pasó a la posteridad como el peor traidor.  Al jalapeño le tocó ser el caudillo providencial en la época más turbulenta e inestable de una nación que sostenía con alfileres su soberanía. A diferencia de Juárez y Porfirio Díaz, no fue un aferrado al poder, sino un adicto a la perpetua conspiración. El poder palaciego parecía aburrirlo y prefería ejercerlo desde el palenque de su hacienda Manga de Clavo. El complot y el cuartelazo en cambio lo mantenían vivo. Santa Anna no fue un funcionario de oficina, sino un guerrero del frente de batalla, con muchas más derrotas que victorias, es cierto, pero con espíritu de sacrificio. Santa Anna armaba ejércitos de la nada, sin armas ni recursos y con sus magras tropas enfrentó enemigos militarmente superiores. La perdición de Santa Anna fue la de tantos políticos mexicanos: Estaba enamorado de sí mismo. Megalómano y narciso hasta niveles ridículos, Santa Anna únicamente trabajó para su gloria. No fue centralista ni federalista, liberal o conservador,  sino santaanista.  Se sintió un Napoleón y acabó siendo un comediante, pero en honor a la verdad su personalidad no es muy distinta de la de un José López Portillo o incluso un Vicente Fox. El mito más común es afirmar que fue Santa Anna quien vendió dos millones de kilómetros cuadrados,  más de la mitad del territorio nacional,  a los Estados Unidos. Mentira. Santa Anna perdió una guerra que hubiera perdido cualquier general mexicano. El ejército estadounidense era técnicamente superior. El presidente mexicano que firmó el Tratado de Guadalupe Hidalgo el 2 de febrero de 1848 fue Manuel de la Peña y Peña y tampoco se le puede cargar el estigma de traidor.  A menudo se nos olvida que la bandera de las barras y las estrellas lució flamante en el Castillo de Chapultepec y que los norteamericanos llegaron a dominar el País sin focos significativos de resistencia. Militarmente nos tenían a su merced, eran vencedores de una guerra desigual e injusta y como en todo conflicto bélico, el vencedor impone sus condiciones. Santa Anna también perdió Texas, pero no la vendió. Una siesta en San Jacinto le costó cara después de la masacre de El Álamo, inflada por la mitología texana como el bautizo de fuego de la estrella solitaria. Prisionero, Santa Anna debió firmar la independencia de Texas que fue república por nueve años antes de anexarse a los Estados Unidos.  La única venta de territorio de la que Santa Anna sí es enteramente responsable, fue La Mesilla, territorio de Arizona que comprende Yuma y Tucson, cedido a cambio de diez millones de pesos el 30 de diciembre de 1853. En su defensa, Santa Anna podría alegar que los estadounidenses también llevaban a Baja California y Sonora en el carrito de compras y una ardua labor diplomática logró salvar los territorios y evitar otra guerra.  Al final,  Juan Álvarez y la Revolución de Ayutla dieron la patada final a Santa Anna en 1855. El pueblo desenterró su pierna sepultada con honores y el “Napoleón de Cempoala” ingresó por la puerta del ridículo al infierno. Si quiere usted saber un poco más de este contradictorio personaje, le recomiendo leer “Santa Anna: Aurora y ocaso de un comediante”,  de José Fuentes Mares (el hombre que me enseñó a dudar de la historia oficial) y la novela “El seductor de la Patria” de Enrique Serna.

La narco-insurgencia: El peor escenario posible

Por Daniel Salinas Basave

De no ser por la carencia de banderas políticas y pretextos libertadores en las acciones del crimen organizado, bien se podría hablar de una situación de “narco-insurgencia” en algunas entidades del país.  Hasta ahora la mafia en México no ha demostrado tener interés alguno en derrocar a un gobierno para imponer otro. Sus miras son cortas, concretas y se limitan a hacer más rentable su negocio, no a ataviarse en el traje de la redención social. Lo que ellos desean es un gobierno débil y postrado que les permita trabajar, pero hasta ahora no han mostrado deseos de usurpar el poder o provocar un cambio político en el País.  Sin embargo la capacidad de fuego, el control territorial y el desafío permanente al Estado Mexicano existen. En los hechos hay un enfrentamiento armado, pero no una revolución y si bien en los últimos meses algunos grupos han emprendido acciones de “narcoterrorismo”, tampoco se puede hablar de guerra de guerrillas. En el número 16 de EL INFORMADOR incluimos en esta columna los posibles escenarios para un estallido social en México, entre los que se cuenta la “narco-insurgencia”, que sería, bajo mi criterio, el peor futuro posible. Como escenario sin duda es el más catastrófico,  pero por desgracia no es en absoluto descartable.  El pasado sábado, en el diplomado de Periodismo de la Universidad Iberoamericana, platicábamos con el escritor tijuanense Federico Campbell quien hace algunas semanas en su columna puso el dedo en la llaga al señalar que  “probablemente en México ha desaparecido el Estado. No sabemos si ya empezó la revolución en México con el rostro del crimen organizado”. También se refiere a un documento del Pentágono en donde los analistas militares de Estados Unidos señalan que en México existe una narco-insurgencia y que por ello se debe enfrentar esa realidad con una contra-insurgencia. ¿De verdad estamos viviendo un escenario semejante? Fuera del elemento político-ideológico aún inexistente, el caldo está listo, hirviendo y con el resto de los ingredientes a punto. La Historia de México nos ha dado ejemplos  suficientes de criminales transformados de golpe y porrazo y líderes sociales. Tal vez el más emblemático es el de Doroteo Arango, inmortalizado como Francisco Villa, quien de 1894 a 1910 encabezó una banda de ladrones de ganado que asoló Durango y el Sur de Chihuahua. El gobernador chihuahuense Abraham González y el “Apóstol de la Democracia” Francisco I. Madero redimieron a Villa, “perdonaron sus pecados” y el astuto bandolero analfabeta se transformó líder revolucionario. Tal vez la sui géneris personalidad del sentimental Villa permita creer en la autenticidad de su conversión y haga injusta la comparación con sádicos criminales que tuvieron en la Revolución el escenario perfecto para enriquecerse. Ahí está el caso del “carnicero” Rodolfo Fierro, cuyas historias de horror  asemejan al teatro de la tortura escenificado por los narcos actuales. En  épocas anteriores a la Revolución hubo también otros “Robin Hood”, como el sinaloense Heraclio Bernal, mítico salteador de caminos con afanes de redentor de los pobres, que alternó su vida de bandolero con la de guerrillero o qué decir de Albino García, el “Terror del Bajío”, un bandido metido a insurgente cuya cabeza fue cortada por Agustín de Iturbide en 1812. En otros países latinoamericanos el matrimonio entre narcos y guerrilleros ha sido público y obvia decir que el ejemplo perfecto es Colombia y sus añejas FARC. En Centroamérica, principalmente en El Salvador y Guatemala, guerrilleros y paramilitares desmovilizados se han convertido en el peor dolor de cabeza de la sociedad civil al conformar comandos criminales de secuestradores y sicarios. “El arma en el hombre”, del salvadoreño Horacio Castellanos Moya, es la mejor descripción literaria de este infierno.

Los movimientos armados son un río revuelto de agua sucia en donde pescadores no muy pulcros obtienen jugosas ganancias.  En las revoluciones siempre hay dos o tres idealistas puros, a menudo mártires, y varias decenas de oportunistas y ladrones que se quedan con el botín. Un escenario de estallido social o guerrilla en México, para el cual existe tierra fértil y caldo de cultivo, podría ser perfectamente aprovechado por la mafia. La inteligencia militar mexicana  sigue padeciendo insomnio por la presencia del EPR y el ERPI en Guerrero, Oaxaca y Chiapas. ¿Qué pasaría si uno de estos grupos recibe un anillo de diamantes con propuesta de matrimonio de parte de la “Familia Michoacana” o los Zetas? ¿No sería el peor de los escenarios posibles? Al crimen le conviene generar terror e inestabilidad, hostilizar al gobierno, evidenciarlo débil y vulnerable y ponerle a esas acciones un pretexto revolucionario es lo único que resta. ¿Cuánto falta para que se concrete ese matrimonio? ¿O es acaso que existe ya? Por el bien  de los mexicanos, ojalá el Pentágono se equivoque y si hay un movimiento armado, que no nazca prostituido de origen por el dinero del narco.

Aquella tarde con Fuentes Mares

Por Daniel Salinas Basave

Sí, lo se, parece obsesivo recordar a la perfección un día ocurrido hace más de 25 años, pero tengo muy presente que fue  un 18 de octubre de 1984 cuando conocí personalmente a don José Fuentes Mares, el historiador chihuahuense que cambió para siempre mi forma de ver la Historia de México. Lo conocí en casa de mi abuelo, Agustín Basave, con quien él  llevaba una añeja amistad. Yo tenía en aquel entonces diez años de edad y gracias a la Enciclopedia Colibrí, me había aficionado a indagar en el pasado de mi país. La idea de conocer personalmente a un historiador, un hombre que dedicaba su vida entera  a hacer lo que me apasiona, me parecía fascinante. A Fuentes Mares le sobran detractores, sobre todo en los círculos de los repetidores de letanías oficiales, pero si en algo tienen que estar de acuerdo amigos y enemigos, es en que ese hombre tenía el don de la simpatía natural. Era la suya una conversación amena, rica en chascarrillos e ironías. Que haya dedicado tanto tiempo a conversar con un niño de diez años es algo que me sigue sorprendiendo un cuarto de siglo después.  Aquel día,  José Fuentes Mares sacó del librero de mi abuelo un libro, que le había regalado y firmado unos 15 años atrás. El chihuahuense tomó una pluma y escribió una nueva dedicatoria, ahora para mí. “Lo siento Agustín, pero ese libro le pertenece ahora a tu nieto”. El historiador decidió que ese ejemplar había dejado de pertenecer a mi abuelo y me pertenecía ahora a mí. Ese libro se llama “Juárez y los Estados Unidos” y fue mi puerta de entrada al vicio de torcer la visión oficialista de las efemérides mexicanas. Rodeado por libros de texto atiborrados de loas  a Benito Juárez y condenas a los traidores de la patria, la obra de Fuentes Mares me enseñó que en México se podía pensar distinto y que dejando pasiones partidistas afuera, era posible bajar a los héroes y los traidores de sus pedestales e infiernos y tratar de descubrir en ellos un poco de piel y alma humana. Los héroes y los villanos no eran deidades o demonios de una mitología, sino personas llenas de errores, debilidades y dudas, seres  sujetos a las caprichosas circunstancias de una época.  Claro, no se trataba únicamente de humanizar a los héroes y conceder un poco de espíritu a los villanos, sino de aportar pruebas documentales para dejar por sentada una objetividad e imparcialidad a prueba de armas nucleares. Aquel libro, “Juárez y los Estados Unidos”, trata sobre el polémico tratado McLane-Ocampo, firmado en 1859 en plena Guerra de Reforma. Esta alianza matrimonial con Estados Unidos, que convertía a México en un protectorado del Tío Sam, fue la salvación de Juárez y los liberales, que al momento de firmarlo yacían acorralados por Miramón en Veracruz. La Guerra de Secesión estadounidense, que estalló un año después, hizo que nadie en el vecino país prestara demasiada atención al tratado y salvó a México de transformarse en  un Panamá o un Puerto Rico. Aquel libro de Fuentes Mares venía acompañado de copias de los documentos originales firmados en 1859, papeles muy incómodos para el sistema priista, empeñado en vender una imagen inmaculada del “Indio de Guelatao”. Empecé entonces a leer la obra de Fuentes Mares. “Santa Anna el Hombre”, “La emperatriz Eugenia”, “Miramón el Hombre”, “Poinsett, Historia de una Gran Intriga” cayeron en mis manos. Inicié también una relación epistolar con Fuentes Mares. Después de leer su libro de Santa Anna,  decidí mandarle una carta con mi pésima caligrafía a su domicilio de Chihuahua. La vida suele dar gratas sorpresas y un mes después recibí contestación. Un historiador consagrado de 70 años de edad se tomaba el tiempo de contestarle la carta a un niño. Desde entonces la Historia es y ha sido mi adicción y, de una u otra forma, siempre he sentido la necesidad  de dudar, de cuestionar y poner en tela de juicio el pasado.  A menudo me han echado en cara que la mía es la visión de los conservadores, de los reaccionarios y de los fascistas católicos ultramontanos, algo incoherente si tomamos en cuenta que soy un ateo confeso. No creo que Miramón sea mejor que Juárez o que Calleja valga más que Hidalgo. Más bien sospecho que todos tenían carne, huesos y una mente sujeta a dudas y oscilaciones. Un cuarto de siglo después, sigo siendo fiel a su legado. Autor de más de 30 libros, creador de piezas dramáticas e incluso un libro sobre buena mesa, Fuentes Mares fue integrante de la Academia Mexicana de la Lengua y la Academia Mexicana de Historia. Logré sostener una breve relación epistolar con él, pero jamás volví a verlo en persona. Aquella tarde del otoño de 1984 en que lo conocí, él ya llevaba a la leucemia como compañera de vida. Simpático hasta en la tragedia, Fuentes Mares decía que su cáncer era como una esposa de mal carácter, con la que era complicado convivir, pero con la que debía dormir todas las noches y a la que acabó por tener cariño. Un año y medio después de aquella tarde, en la primavera de 1986, esa mujer hostil se llevó a Fuentes Mares. Por herencia me dejó algunos libros y una pasión por la Historia que llevaré encendida mientras viva.

El Joven Macabeo

Por Daniel Salinas Basave

Es conocido como el Campeón de Dios o  el Joven Macabeo.  Fue niño héroe en el Castillo de Chapultepec, donde cayó herido por el ejército estadounidense y  pasó a la historia como el presidente de la República más joven  en 186 años de vida republicana. Como militar fue un  fuera de serie, estratega sin igual, azote de Juárez y el Partido Liberal.  Fue fusilado en el Cerro de las Campanas, colocado al centro frente al pelotón, con Maximiliano a su derecha y Tomás Mejía a su izquierda. La posteridad, o esa bestia hipócrita  e ingrata llamada historia oficial, no le reconoce mérito alguno. Ni un humilde callejón, ni una escuela, siquiera un comentario amable o un reconocimiento de su valor en los libros. Maldito por siempre, cargará por la eternidad con el estigma de traidor a la patria como la marca de Caín en la frente y yace por siempre en los infiernos donde moran los apestados de esta película de buenos y malos  en donde él siempre será el villano, el pérfido, el abominable reaccionario, el  asesino en cuya alma no cabe nada parecido a un buen sentimiento. Este hombre se llama Miguel Miramón y si de una cosa podemos estar seguros, es  que amó profundamente  a México. En un templo olímpico donde Juárez es Zeus y la generación liberal de 1857 ocupa un lugar privilegiado en el Pandemonio en calidad de semidioses, tratar de defender o siquiera otorgar alguna consideración a Miguel Miramón es un acto de alta traición. Después de todo, bajo los criterios de los libros de texto, sólo un traidor o un enemigo de México osaría hablar bien del cruel general conservador. Y sin embargo, Miramón le entregó su vida entera a un naciente país que a su manera amó y para el que soñó un futuro diferente al  construido por los liberales. Sí, Miramón fue ante todo un católico radical y su catolicismo lo hizo ambicionar y luchar por un México harto distinto del diseñado en la Constitución de 1857, pero es mentira que haya puesto todo de su parte para entregar la nación en las garras de un codicioso imperio extranjero. El México por el  que Miramón luchó fue, ante todo, un México independiente y soberano. Miguel Gregorio de la Luz Atenógenes Miramón y Tarelo  nació el 29 de spetiembre de 1831 en la Ciudad de México en el seno de una familia de la clase media. Militar de formación, Miramón era cadete del Colegio Militar cuando en 1847 las tropas estadounidenses tomaron la capital. Tras los muros del Castillo de Chapultepec y con menos de 16 años de edad, el joven cadete se jugó la vida, arriesgó el pellejo y cayó herido, con los mismos méritos de Juan Escuita, Agustín Melgar y compañía, sin que nadie el 13 de septiembre tenga a bien acordarse de él.  El 2 de febrero de 1859, en plena Guerra de Reforma, se convirtió, con 27 años de edad, en el presidente de la República más joven en toda la historia. Como militante del Partido Conservador se convirtió en el brazo armado de este grupo político, su más destacado caudillo y la peor pesadilla de los liberales. Cerca, muy cerca estuvo de capturar a Benito Juárez, a quien sitió y arrinconó en Veracruz y si el “indio de Guelatao” logro salvarse, fue gracias a la ayuda de sus amigos estadounidenses, siempre prestos a interceder por él. En Calpulalpan,  Miramón defendió ante Jesús González Ortega el último reducto conservador de la Guerra de Reforma. Perdió y su único camino fue el exilio. Uno de los grandes mitos de la historia oficial, es que Miramón apoyó la intervención francesa. Mentira vil, pues el Joven Macabeo se opuso desde un principio al sueño imperialista de Napoleón III.  Miramón prestó su espada a Maximiliano en los últimos días del Imperio Mexicano, cuando las tropas francesas ya se habían retirado del territorio mexicano. Con un ejército devastado y frente a un enemigo armado y financiado por Estados Unidos, Miramón resistió en Querétaro contra el asedio liberal tratando de salvar a un imperio moribundo. Herido y traicionado, cayó preso el 15 de mayo de 1867. Su  único destino posible sería la muerte con la mancha de traidor. Si bien el patíbulo lo enfrentó con gallardía de militar, la idea de ser recordado por siempre como un traidor fue algo que no soportó y trató de conjurar  hasta el último minuto de su vida, cuando frente a los rifles del pelotón de fusilamiento, pronunció sus últimas palabras: cuando voy a comparecer delante de Dios, protesto contra la mancha de traidor que se ha querido arrojarme para cubrir mi sacrificio. Muero inocente de ese crimen, y perdono a sus autores, esperando que Dios me perdone, y que mis compatriotas aparten tan fea mancha de mis hijos, haciéndome justicia. ¡Viva México!

Mucho de lo que sabemos de la vida de Miramón, se lo debemos a los diarios de su abnegada y leal esposa, Concha Lombardo.  Hasta el último día luchó Concha por salvar la vida de su esposo y son sus memorias y correspondencia íntima el único documento que concede una dosis de humanidad a un personaje sobre el que han caído los peores adjetivos.  “Miramón el hombre” de José Fuentes Mares y “Juárez y Maximiliano. La roca y el ensueño”, de Armando Fuentes Aguirre, son dos grandes obras que ayudan a dimensionar el alma del Joven Macabeo.

Dos villanías en la vida de Aureliano Blanquet

Por Daniel Salinas Basave

Su nombre es Aureliano Blanquet y ha quedado inmortalizado en el cuadro de honor de la villanía  nacional. Vaya,  la verdad  no sobran  los verdugos  en cuyo currículum se pueda presumir haber mandado al otro mundo a un emperador y a un presidente en dos épocas distintas de la historia mexicana con casi medio siglo de distancia entre uno y otro.

El nombre de don Aureliano Blanquet va hermanado al de Victoriano Huerta y la Decena Trágica. Nacido en Morelia en 1849, Blanquet era un veterano generalón de 64 años cuando un día como hoy,  18 de febrero de 1913,  se encargó de materializar la traición del alcohólico  Huerta. Con sus propias manos, en el sentido más literal de la expresión, Blanquet fue el encargado de aprehender a Francisco I. Madero en las escaleras de Palacio Nacional. Con sus brazos se encargó de sujetar al chaparrito presidente quien todavía alcanzó a asestar tremenda cachetada al general a quien espetó en la cara: “es usted un traidor”. Blanquet encerró a Madero en un cuartucho de intendencia (donde compartió catre con el vicepresidente Pino Suárez y el artillero diplomado Felipe Ángeles) de donde saldría tres días después para morir asesinado.

La noche del 22 de febrero de 1913, mientras Huerta y el embajador estadounidense Henry Lane Wilson festejaban en la Embajada el aniversario del natalicio de George Washington, Blanquet sacó a Madero y a Pino Suárez del cuartucho y ordenó al mayor de rurales Francisco Cárdenas que los llevara a la penitenciaría de Lecumberri.

Aunque en múltiples sesiones espiritistas Madero había sido advertido por la ouija sobre su muerte cruel y prematura, no se sabe si el  de Parras haya tenido tiempo de pedir una última voluntad. En cualquier caso, es poco probable que haya podido hacerlo minutos antes de su muerte, pues el mayor Cárdenas lo bajó del carro en los llanos de San Lázaro y le dio un par de tiros en la nuca cuando estaba de espaldas. Blanquet fue nombrado por Huerta ministro de Guerra y Marina.

No se si Blanquet haya sido tan alcohólico como Huerta, pero lo cierto es que le hacía compañía en sus borracheras. Las crónicas de la época narran que entre vasitos de coñac, Aureliano divertía a su jefe con anécdotas de la Guerra de Intervención, o más concretamente de la muerte del Emperador Maximiliano. 46 años antes de mandar a Madero a la muerte, en junio de 1867, Blanquet era un joven sargento de 19 años militante del Ejército Republicano que capturó a Maximiliano en Querétaro. Faltaban todavía seis años para que naciera Madero y Blanquet ya hacía de las suyas. El joven sargento fue comisionado para vigilar al emperador prisionero y lo más probable es que haya escuchado y acaso recibido sus últimas voluntades.

Maximiliano tuvo antepenúltimas, penúltimas y últimas voluntades. Quería ante todo asegurarse que su cuerpo llegaría a Viena inmaculado, para ser recibido por su madre, la Emperatriz Sofía y su hermano el emperador Francisco José. Por ello pidió de la manera más atenta que por favor no fueran a dispararle a la cabeza. Al amanecer del 19 de junio de 1867 se formó el pelotón de fusilamiento en el Cerro de las Campanas. Maximiliano iba al centro, pero como un reconocimiento a la gallardía del “Campeón de Dios”, cedió el sitio de honor a Miguel Miramón. El austriaco se colocó a la derecha y a la izquierda quedó Tomás Mejía. En su calidad de sargento, Aureliano Blanquet comandaba el pelotón.

La última voluntad de Maximiliano fue cumplida a medias. Cierto, los soldados no le tiraron a la cara, pero algunos dispararon un poco más abajo del corazón, unos cuantos centímetros abajo del ombligo. El pelotón estaba muy cerca de los ajusticiados. Los tres cuerpos cayeron sobre la tierra queretana, pero aún no habían muerto. Dicen que la descarga había sido tan cercana, que sus uniformes militares ardían en llamas. Llegó entonces el momento de los tiros de gracia. El emperador Maximiliano se retorcía
en el suelo y emitía algún quejido incomprensible, cuando el joven sargento Aureliano Blanquet, el mismo hombre que 46 años después mandaría a la muerte a Madero y a Pino Suárez, se acercó fusil en mano a rematar al desgraciado vienés. Aureliano sí respetó la última voluntad de Maximiliano. Apuntó su fusil al corazón del moribundo y descargó un único y certero tiro que acabó de una vez por todas con la vida del infortunado emperador.

El viejo Aureliano fue testigo y actor de más de medio siglo de historia patria, pero la fortuna no le sonrío demasiado. Su ministerio de Guerra y Marina duró apenas un año, antes de que el gobierno de Huerta fuera derrocado. Se fue exiliado a La Habana, pero regresó al país en 1918, acompañado de Félix Díaz, el sobrino de Porfirio, para acaudillar una rebelión contra Carranza. No se sabe si Aureliano pidió una última voluntad. La verdad parece ser que no tuvo tiempo. El hombre que remató a Maximiliano y que mandó a la muerte a Madero, no tuvo un final glorioso.

El 15 de abril de 1919, cayó con su caballo en una profunda barranca veracruzana. A diferencia de Maximiliano, no pidió consideraciones especiales para su cadáver y los carrancistas se dieron gusto cercenando su cabeza y exhibiéndola como trofeo en el Puerto de Veracruz.


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